Lucy Kellaway

La vida de oficina ha mejorado pero la insatisfacción aumenta

Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 6 de febrero de 2017 a las 04:00 hrs.
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Hace poco el jefe de una amiga reunió a todos sus empleados para el ritual de su charla de Año Nuevo. “Cada uno de ustedes tiene el derecho de amar su trabajo”, les dijo.

A ella esto le pareció estupendo y se sintió algo desilusionada cuando le indiqué que era a la vez peligroso y poco realista. Nadie tiene el derecho de amar su trabajo. No sólo eso, la mayoría lo detesta.

Si escribes en Google “mi trabajo es ...,” el buscador predice cómo va a seguir la frase: “tan aburrido” o “lo que me vuelve suicida” o “lo que me deprime”. Si comienzas con “mi jefe es...,” Google ofrece: “perezoso”, “un abusador” o (mi favorito) “un idiota”. Aún más alarmante, si escribes “mi trabajo es estimulante”, el programa asume que has cometido un error y sugiere que quisiste decir “no es estimulante”.

Internet tiene la capacidad de reforzar sentimientos negativos. Sin embargo, en este caso la insatisfacción laboral es legítima y está aumentando. Estamos en medio de lo que Tomás Chamorro-Premuzic, un profesor en UCL en Londres, llama una “epidemia de desconexión”. La mayoría de las encuestas muestran que a menos de un tercio de los empleados les importa el trabajo, y que a largo plazo esta tendencia está empeorando. En el Reino Unido existe alguna evidencia de que nuestros trabajos nos gustan mucho menos que en la década de los años ‘60.

Esto es muy peculiar. Yo no estaba en la fuerza laboral en los años ‘60. Pero sí en los ‘80, y puedo confirmar que las cosas están mejor ahora que entonces. Cuando me incorporé a la City de Londres antes de la desregulación financiera, o el “Big Bang,” estaba llena de hombres de clase alta en trajes a rayas y la mayoría de ellos eran asombrosamente tontos. Los trabajos todavía eran de por vida, así que si caías en uno desagradable, estabas atrapado. Los ascensos se demoraban siglos, y aún así se basaban en un sistema de antigüedad estricto y dependían de con quién jugaba uno al golf. El abuso era tan normal que a nadie se le ocurría quejarse. Los edificios de oficinas eran sombríos, sucios e incómodos. No existían cosas como las sillas ergonómicas, y era probable contraer cáncer de pulmón debido a todo el humo de segunda mano creado por los fumadores.

Actualmente, las oficinas no sólo son luminosas y bellas, ni siquiera tenemos que ir a ellas si no queremos; podemos trabajar desde casa. A los jefes se les ha enseñado a no gritar. Hay gimnasios y frutas gratis. Y si se es mujer, las cosas han mejorado al punto de ser irreconocibles. En los años ‘60 estaban limitadas a los archivos y la estenografía, mientras que ahora (al menos en teoría) pueden dirigir las cosas. ¿Entonces, por qué estamos tan deprimidos?

La razón más común es tener un mal administrador. Pero esto es un enigma ya que los administradores seguramente tienen que ser menos imposibles que hace medio siglo.

Todos esos títulos de Maestría en Comercio, las tutorías, las sesiones de entrenamiento —nada de lo cual existía hace 50 años— no pueden haber sido totalmente en vano.

Parte de nuestro desencanto moderno puede deberse a los saltos de un trabajo a otro. Ya que podemos marcharnos en cualquier momento, estamos menos motivados para luchar por el éxito donde quiera que estemos. Si todo el mundo viene y va constantemente, nadie se siente seguro o tiene el menor sentido de pertenencia.

Pero la principal razón de la infelicidad es que esperamos demasiado. Los trabajos de oficina habrán mejorado, pero nuestras expectativas han ido mucho más lejos. Una mejor educación no ha ayudado. A los graduados universitarios les desagradan sus trabajos más que a los no graduados. Así que mientras más personas obtienen títulos, más aumenta la infelicidad. Mientras más ascendemos por la escala de necesidades de Maslow, más difícil es disfrutar la perspectiva desde la cima.

Las cosas empeoran con las acciones bien intencionadas de las propias empresas. Haciéndole frente al desafecto de la fuerza laboral, insisten en que es vital que seamos felices. Proclaman sus valores. Nos dicen que están cambiando el mundo. Exigen que no sólo nos comprometamos sino que lo hagamos apasionadamente. Nos incitan a hacer un buen trabajo voluntariamente, todo en nombre de ser significantes.

El resultado no es la felicidad. Según nuevas investigaciones de la Universidad de Sussex, este tipo de declaraciones —cuando se hacen de forma burda— desmotivan aún más a los empleados, dejándolos más infelices y desilusionados que antes.

La obsesión corporativa con la felicidad de los trabajadores es parte de la causa de nuestra infelicidad. Cuando todos a tu alrededor aseguran que tienen una pasión o han encontrado el verdadero significado de las cosas, o cuando los administradores dicen que se tiene derecho a amar el trabajo, es totalmente natural —al menor indicio de aburrimiento o después de un leve desacuerdo con un administrador— concluir que el trabajo nos provoca sentimientos suicidas y que el jefe es un idiota.

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